El mitin en la plaza Unión fue precedido por una manifestación de muchos miles de personas. Las mujeres y las niñas iban delante, y yo a la cabeza llevando una bandera roja. Su color ondeaba orgullosamente en el aire y se podía ver fácilmente en la distancia. Mi alma vibraba con la intensidad del momento. Había tomado unas notas para mi discurso y me había parecido inspirado, pero cuando llegué a la plaza Unión y vi la enorme masa de gente, mis notas me parecieron frías y sin sentido. El ambiente en las filas obreras se había vuelto muy tenso debido a los acontecimientos de esa semana. Los políticos obreristas habían hecho un llamamiento al cuerpo legislativo de Nueva York para que encontraran una solución que aliviara la enorme pobreza, pero sus ruegos fueron contestados con evasivas. Mientras tanto, los parados seguían pasando hambre. La gente se sentía ultrajada por esta insensible indiferencia hacia el sufrimiento de hombres, mujeres y niños. Como resultado, la atmósfera en la plaza Unión estaba cargada de resentimiento e indignación, y yo me contagié de este espíritu. Estaba programado que hablara la última y apenas pude soportar la larga espera. Finalmente, se acabó la oratoria apologética y me llegó el turno. Cuando me dirigí a la parte delantera de la plataforma, oí mi nombre gritado por mil gargantas. Tenía delante una masa densa, sus rostros pálidos y cansados vueltos hacia mí. Me latía el corazón y las sienes y me temblaban las rodillas.
“Hombres y mujeres —empecé en medio de un silencio repentino—, ¿no os dais cuenta de que el Estado es vuestro peor enemigo? Es una máquina que os aplasta para poder sostener a la clase dirigente, vuestros amos. Como inocentes niños depositáis vuestra confianza en los líderes políticos. Les facilitáis ganar vuestra confianza, solo para dejar que os vendan al primer postor. Pero incluso cuando no hay una traición directa, los políticos obreristas hacen causa común con vuestros enemigos para manteneros a raya, para evitar la acción directa. El Estado es el pilar del capitalismo, y es ridículo esperar ningún desagravio de su parte, ¿No veis la estupidez que es pedir ayuda a Albany cuando existe una inmensa riqueza aquí mismo? La Quinta Avenida está pavimentada en oro, cada mansión es una ciudadela de dinero y poder. Sin embargo, aquí estáis vosotros, un gigante hambriento y encadenado despojado de su fuerza. El cardenal Manning declaró hace tiempo que «la necesidad no conoce leyes» y que «el hambriento tiene derecho a su ración del pan del vecino». El cardenal Manning era un eclesiástico imbuido de las tradiciones de la Iglesia, que siempre ha estado del lado de los ricos y contra los pobres, pero tenía algo de humanidad y sabía que el hambre es una fuerza irresistible. Vosotros también tendréis que aprender que tenéis derecho a compartir el pan del vecino. Vuestros vecinos no solo os han robado el pan, sino que os están chupando la sangre. Seguirán robándoos, y a vuestros hijos, y a los hijos de vuestros hijos, a menos que despertéis, a menos que os volváis lo suficientemente osados como para exigir vuestros derechos. Bien, entonces, manifestaos delante de los palacios de los ricos; exigid trabajo. Si no os dan trabajo, exigid pan. Si os deniegan ambas cosas, tomad el pan. ¡Es vuestro derecho sagrado!» El silencio fue roto por un aplauso atronador, salvaje y ensordecedor, como una tormenta inesperada. El mar de manos que se extendían anhelantes hacia mí se asemejaba a una bandada de pájaros blancos aleteando”.
Goldman, Emma (1996). Viviendo mi vida. Madrid: Fundación de Estudios Libertarios “Anselmo Lorenzo”. pp. 152-3.