Se muestra a continuación una selección de fragmentos
Capítulo XIX
Aurelia había dejado la casa sin explicarse la reacción de Julián que caminaba delante, a grandes zancadas. Le siguió inconsciente, sin saber por qué gritaba y admitió la posibilidad, cuando uno de los hombres que le precedían se volvió para advertirle.
- ¡Calle! ¡No arme escándalo!
Por tanto, había gritado.
Continuó detrás de su marido, ciega de lágrimas, intentando darle alcance.
Bajó las escaleras, cruzó patinillos y alcanzó el zaguán rodeada de puertas abiertas, de miradas curiosas, de miradas hostiles.
En la calle, esperaba una berlina. Alguien le invitó a subir.
- Entre deprisa- aconsejó.
- ¿Y Julián?
- Va en otro coche.
Mientras avanzaba hacia su destino, intentaba explicarse lo sucedido. Julián le había pedido llevar un paquete a Maldonado y esperarle en el cuarto. No era la primera vez que se ocupaba de traer a la pareja cosas necesarias. Por eso no vaciló.
Había entrado en el dormitorio, le había sorprendido la cama deshecha y había aguardado la llegada de su marido. Después, todo se volvió confuso.
Los guijarros del pavimento zarandeaban la berlina. Sus muelles se quejaban.
- ¿Dónde me llevan?
Al instante se arrepintió de la pregunta. Alargó una mano con la intención de abrir la puerta. Era preciso que el coche se detuviera y ella pudiera salir.
Tiró del pomo, el hombre que la acompañaba detuvo su gesto.
- No haga tonterías.
- Debo volver a casa. Quiero bajar.
- Ya hemos llegado.
El coche se había detenido ante la puerta de un gran edificio, abierta de par en par.
- ¿Dónde estoy?
- Su marido le espera.
Una religiosa, de paso delicado, avanzaba a su encuentro.
- ¡Vamos hija! No hay que tener miedo. En la calle no puede quedarse.
Los hombres permanecían al acecho.
Aurelia dudó. Finalmente se dispuso a seguir a la monja. La recibió un patio desabrido.
- Ayúdeme madre. No entiendo lo que pasa.
La otra sonrió, blandamente.
- Le ayudaremos. A todas les sucede lo mismo. Pecan y luego se arrepienten de lo hecho.
La gran puerta se había cerrado. Las cerraduras, bien engrasadas, no chirriaron al correr los pasillos.
- ¿Pecar?
- Si hija. Pero no desespere. La misericordia de Dios es grande.
- No he pecado. Sé muy bien lo que hice. Me levanté temprano, ayudé a Gregorio y Julián. Gregorio es mi hijo. Luego almorzamos. Más tarde mi marido me pidió que llevase un paquete a casa de un amigo suyo, Ignacio Maldonado.
- Así que, ¿su marido se lo pidió? En ese caso todo se arreglará, Parece que no tiene familia y en alguna parte debe pasar la noche.
- ¿Pasar la noche? Si no está Julián me marcharé.
Se volvió. Tropezó con la puerta cerrada.
La religiosa no dejaba de mirarla sorprendida de su desconcierto, de su aparente sinceridad.
- Quédese. Está cansada.
- Lo estoy. No me explico lo que sucede.
- Mañana lo verá
- Ah claro. Siempre sucede igual.
- ¿Siempre?
- Tengo experiencia. Nunca se piensa que el Final llegará y cuando se produce les coge desprevenidas.
La religiosa había presenciado muchas “entradas”, creía conocer el corazón humano.
Se volvió hacia la galería. Llamó.
- ¡Fuensanta!
Aurelia no se dio por vencida.
- Déjeme ir. He de hablar con mi marido.
- La esposa obedecerá al esposo, ya lo sabe, y es voluntad suya que pase la noche con nosotros-. Hablaba con sosiego, no exento de cordialidad-. Si se porta bien y no pierde la calma, todo se arreglará.
Apareció Fuensanta, una mujer, hermosa, un punto marchita.
- Acompáñela al dormitorio. Se trata de un ingreso.
En el cuarto Aurelia preguntó.
- ¿Por qué no me dejan salir? Debo hablar con Julián, tiene que explicarme lo que sucede.
- Estamos encerradas. ¿No te das cuenta? -había algo muerto en su voz.
El alarido de Aurelia, azotó los patios.
- Con gritos no arreglas nada. Mejor que intentes dormir, estar descansada para lo que te espera.
- y ¿qué es lo que me espera?
Fuensanta sonrió, con su sonrisa amarga.
- Estás despistada. Te cogen y te depositan. Se depositan cosas, dinero, mujeres. Mujeres también -su sonrisa se apagó
- ¿Depositar?
Fuensanta tomó el vaso sobre la cómoda y lo trasladó a la mesa.
- Depositadas como objetos. El poso de su amargura había subido hasta su belleza enturbiándola.
- No hice ningún daño. Juro que no hice nada malo. Déjame salir.
- Todas decimos lo mismo. Y en realidad ¿qué otra cosa podemos? La ley es una trampa. Dispuesta para que caigamos en ella las mujeres.
Aurelia escuchaba a Fuensanta casi fascinada. La otra siguió con su acento muerto.
-Los hombres pueden hacer esto y lo otro, y mucho más si les apetece. A nosotras nos están prohibidos todos los caminos. ¿Eres casada?
-Sí
- Y siéndolo, te atreviste. Y además lo habrás hecho mal.
- ¿De qué hablas?
-No finjas. No te servirá. -Fuensanta pareció revivir-. Sé muy bien lo que has hecho. Has estado sola en la habitación de un hombre. ¡Contesta! ¿Has estado sola en la habitación de un hombre?
Aurelia afirmó.
-Lo suponía. Es el laberinto de siempre, la misma trampa. Hay una salida, pero no la conocemos -suspiró-. A mí, también me cazaron.
-Yo…
- Tú, ¿qué? Conozco la escena. Se preparan las piezas, se une, y una vez unidas no hay escape posible, te han cazado. ¿Lo entiende ahora?
Enturbiados los recuerdos, sus ojos apenas distinguían a la nueva.
-¿Había una cama en el cuarto? -aguardó-. Te pregunto si había una cama en el cuarto.
La otra volvió a asentir.
- ¿Una cama deshecha? ¿Con el hueco del cuerpo?
-Sí
-Estaba segura -su voz tenía acento de imperceptible triunfo-. Y además unas copas y una botella de vino. ¿Había todo eso?
Los ojos de la mestiza decían más que las palabras.
Fuensanta resumió, casi alegre.
- ¡Claro que había de todo eso! Siempre sucede igual.
- Yo… -volvió a insistir.
- ¿Eres tonta? ¿O, te divierte jugar a tonta? -demandó, irritada-. Escucha. No se puede ir sola a la habitación de un hombre, no se puede ir al cuarto de un hombre donde haya una cama deshecha. Basta para perderlo todo.
El corazón de Aurelia había comenzado a latir, agonizante. Cada latido traía un dolor nuevo.
- Sé lo que vas a decirme, que los hombres hacen cosas peores y que tú estabas enamorada. El amor de una mujer no cuenta, cualquier amor puede perdernos. Se nos caza con facilidad, no como a ellos que, aunque nieguen a sus hijos hasta el pan, no puedes perseguirlos. Para perdernos a nosotras, basta un cuarto, una cama, una botella.
Aurelia había dejado de llorar, hechizada por las palabras de Fuensanta que parecía asumida en una especie de letargo.
- Créeme, yo no hice nada.
- ¿No hicistes? – la miró, con desprecio-. Yo sí -sus prendas groseras, color de ceniza, se irguieron con ella-. Mi marido me engañaba, mis hijos carecían de lo necesario. Intenté traerle al buen camino y cuando fracasé quise castigarlo. Has de saber que a un hombre no se le castiga con facilidad. Los hombres están protegidos por leyes que ellos mismos se han dado -guardó una pausa ligera-. Apareció el otro, me ayudó y le quise.
Tú conoces el ánimo de una mujer que se siente despreciada y lo que experimenta y siente cuando la tratan con ternura.
Debes saberlo, todas sabemos un poco de esas cosas -fue a sentarse junto Aurelia-. Un día me cazaron.
Hacía mucho que no hablaba de esto con nadie. Ahora, ya no cruzan la puerta mujeres como nosotras. Ahora, son más cautas, o tienen menos sangre en las venas, o temen que les quiten a los hijos.
- ¿Los hijos? -la voz de Aurelia era un desgarro, sus ojos dos pozos de miedo-. ¿Has dicho quitarle los hijos?
Fuensanta acarició sus manos.
- No grites, no he querido decir eso. No te quitarán a tu hijo. Mañana lo aclararás.
- Julián no permitirá que me quiten a Gregorio.
- ¿Quién es Julián?
- Mi marido.
- Tu marido, ¡Claro que no lo permitirá!
- Mañana me sacará de aquí.
- Por supuesto.
-Todo ha sido un mal entendido.
- Eso. Un mal entendido. Desnúdate, mejor que te eches un rato.
- Obedeció.
Fuensanta lo hizo en la cama vecina. Había una lámpara de aceite ante un santo de escayola.
- No me quitarán a Gregorio.
- No te lo quitarán.
- Julián no consentirá tal cosa.
- Desde luego.
- Yo no hice nada malo.
- Tú no hiciste nada malo.
Necesitaba confirmar, en voz ajena, su propio y ardiente deseo.
- Dime, ¿Cuánto tiempo llevas encerrada?
- Doce años.
Formica, Mercedes (1991). A instancia de parte. Ediciones Castalia: Madrid, pp. 197-203