Tipos de obras

Texto

Géneros

Literatura > Literatura autobiográfica > Autobiografía

Movimientos socio-culturales

Hitos históricos > 2ª Guerra Mundial

Hitos históricos > Posguerra mundial

Edad Contemporánea > Feminismo

Edad Contemporánea > Movimientos sociopolíticos > Liberalismo

Obra

Una vida

Fecha de producción: 2007

Tipos de obras

Texto

Géneros

Literatura > Literatura autobiográfica > Autobiografía

Movimientos socio-culturales

Hitos históricos > 2ª Guerra Mundial

Hitos históricos > Posguerra mundial

Edad Contemporánea > Feminismo

Edad Contemporánea > Movimientos sociopolíticos > Liberalismo

Obras

Fragmento del capítulo III. “El infierno”: 

“¿Los aliados deberían haber bombardeado los campos? Desde el fin de las hostilidades, esta pregunta hizo correr mucha tinta y, curiosamente, sigue siendo un tema periodístico recurrente. 

Dicho sea de paso, he tenido a veces la sensación de que algunos estaban más interesados en señalar la abstención “culpable” de Roosevelt y de Churchill que en denunciar los horrores cometidos por los nazis en los campos de concentración. 

Criticar las elecciones estratégicas de los aliados exige más modestia que juicios perentorios. 

Pese a que existen numerosos argumentos a favor de los bombardeos, que hubiesen destruido las cámaras de gas, sigo prefiriendo abstenerme de opinar sobre este tema. Cuando los aliados intentaron realizar esta operación en Auschwitz, no lograron mucho. Mi hermana Denise, ocho días antes del fin de los combates, vivió en Mauthausen las consecuencias de un ataque aéreo sorpresa. Ese día, acompañada por otras siete compañeras, se encontraba despejando escombros de la vía del tren, devastada por un bombardeo anterior. Como no tuvieron tiempo de refugiarse cuando empezaron a sonar las sirenas, cinco de ellas murieron bajo las bombas. Esos bombardeos, entonces, tuvieron la doble particularidad de ser, a la vez, ineficaces y mortales, porque mataron finalmente a más deportados que nazis. Para mí, a fin de cuentas, la polémica alrededor de este tema solo sirve para alimentar debates falsos, que tanto les gustan a algunos cuando los hechos ya pasaron y la discusión no cuesta nada ni tiene riesgos. 

A mi entender, los aliados tuvieron razón en dar prioridad absoluta a terminar con las hostilidades. Si se hubiese empezado a divulgar información sobre los campos, la opinión pública habría ejercido una presión tal para que fuesen liberados que el avance de los ejércitos en los otros frentes, que ya era muy difícil, hubiera corrido el riesgo de verse retrasado. Los servicios secretos estaban al tanto de las investigaciones de los alemanes sobre nuevas armas. Ningún estado mayor podía asumir el riesgo de diferir la caída del Reich. Las autoridades aliadas optaron entonces por el silencio y la eficacia. No deja de ser cierto que en Estados Unidos los más informados conocían la existencia de los campos, y no es menos cierto que la comunidad judía americana, muy proteccionista, no se manifestó de ninguna manera, sin duda por miedo a una llegada masiva de refugiados. 

Del mismo modo que no comparto los juicios negativos sobre el silencio culpable de los aliados, tampoco estoy de acuerdo con el masoquismo de los intelectuales como Hannah Arendt sobre la responsabilidad colectiva y la banalidad del mal. Un pesimismo tal me desagrada. Incluso tiendo a verlo como una forma cómoda de manipulación: decir que todo el mundo es culpable equivale a decir que nadie lo es. Es la solución desesperada de una alemana que busca salvar a toda costa a su país, ahogando la responsabilidad nazi en una responsabilidad más difusa, tan impersonal que termina no significando nada. La mala conciencia general permite que cada uno se convenza de que tiene una buena conciencia individual: yo no soy responsable ya que todo el mundo lo es. ¿Debemos entonces transformar en un ícono a alguien que proclama en extensos y numerosos relatos que, inmersos en los dramas de la historia, todos los hombres son culpables y responsables, que cualquiera es capaz de hacer cualquier cosa, que no hay excepciones en la capacidad de la barbarie humana? No lo creo, sobre todo cuando recuerdo sus comentarios en la época del juicio a Adolf Eichmann. Lo que refuta completamente el pesimismo fundamental de los adeptos de la banalización es el espectáculo de su propia cobardía, pero a la vez, en contrapunto, la envergadura de los riesgos que corrieron los Justos, esos hombres que no esperaban nada a cambio, que no sabían qué iba a pasar, pero que no por eso dejaron de correr todo tipo de peligros para salvar a judíos que en la mayoría de los casos no conocían. Sus actos prueban que la banalidad del mal no existe. Su mérito es inmenso, como también lo es nuestra deuda con ellos. Al salvar a tal o cual persona, se volvieron un testimonio de la grandeza de la humanidad. 

Cuando leo por ahí que en los campos todo el mundo se comportaba muy mal, siento mucha indignación. ¡Dios sabe en qué condiciones vivíamos –en realidad pienso, con bondad en el alma, que Él lo ignoraba– y cuán terrible era nuestra cotidianeidad! No es portarse mal querer salvar la vida propia y no dejarse arrastrar por el cuerpo del prójimo que cae y que no podrá volver a levantarse. En el lado opuesto, los discursos de los comunistas sobre la solidaridad inquebrantable que une a los hombres en el sufrimiento me parecen igual de excesivos. Esta solidaridad ciertamente existió, pero sobre todo entre comunistas, e incluso con diferentes matices. Una de las pasajeras del famoso convoy de comunistas deportados a Auschwitz dejó sobre esta cuestión un testimonio interesante. En su libro, cuenta que, para los comunistas, lo más importante era salvar a los dirigentes y menciona cuánto la afectó esto. Marcelline Loridan y yo, errando un día por Birkenau, fuimos llamadas “judías sucias” por un grupo de comunistas francesas, ¡sólo por tratar de entablar una conversación con ellas!”  

Veil, Simone (2010). Una vida. Buenos Aires: Capital Intelectual S.A, pp.34-35. 

 

Fragmento del capítulo VI. “En el gobierno”: 

“En muy poco tiempo me encontré, sin quererlo, en la posición de una figura estrella. Primero, porque el primer texto mío que había sido votado ampliaba el marco de la contracepción, hasta ese momento muy limitada pese a los esfuerzos de Lucien Neuwirth. Segundo, y sobre todo, porque empezado el verano nos dedicamos a trabajar el texto de la ley sobre la IVG. Declaré y repetí varias veces hasta qué punto la situación del aborto en este país se había vuelto insostenible. La cuestión causaba mucho revuelo desde que el Parlamento había rechazado, un año antes, un texto presentado por el entonces ministro de Justicia, Jean Taittinger, un proyecto que era, además, de alcance limitado, ya que sólo autorizaba el aborto en caso de que la madre o el feto corriesen peligro. El presidente Pompidou, que era hostil al proyecto, lo apoyó a regañadientes y los parlamentarios, después del discurso medido del ministro de Justicia, votaron una moción de censura. La Comisión de Asuntos Culturales tuvo que hacerse cargo del problema, pero no avanzó en nada debido a la muerte repentina de Pompidou y a la campaña electoral; de manera que en 1974 seguía aplicándose la muy rigurosa y antigua ley penal de 1920. En la mayoría de los casos, los que realizaban abortos lograban zafarse, pero la ley era la ley, y todo el mundo recuerda el uso infame que le había dado el régimen de Vichy al juzgar y luego ejecutar “para dar el ejemplo” a Marie-Louise Giraud, una lavandera de Cherburgo, el 30 de julio de 1943; una historia siniestra llevada a la pantalla grande por Claude Chabrol. Pero la comisión parlamentaria no se había quedado de brazos cruzados. Bajo la dirección de su presidente, un médico rural muy informado en cuanto al aborto clandestino, había realizado un informe que, un año más tarde, me resultó muy útil. Muchas personas habían sido consultadas: religiosos, laicos, masones, filósofos, profesionales de la medicina. La consulta había sido muy amplia, y el tono general sugería finalmente un texto mucho más ambicioso que el que había sido presentado por Jean Taittinger.  

[…] 

Para Jacques Chirac, el país estaba confrontado a problemas mucho más urgentes que la IVG. ¿Por qué Giscard se aferraba entonces a querer resolver éste antes que los otros? “Las mujeres siempre se arreglaron. Y seguirán arreglándoselas”, así zanjaba Chirac la discusión, con la firmeza que todos conocíamos. No obstante, el personaje era tan fiel que, a partir del momento en que el presidente de la República me reafirmó con convicción que quería que el proyecto fuera aprobado, Jacques Chirac me dio su apoyo incondicional e hizo todo lo posible para que se votara el texto.  

[…] 

Aunque estuvieran enmarcadas por la ley, la decisión debía depender solo de las mujeres implicadas. Por supuesto, debían disponer de asesoramiento, de un plazo para poder reflexionar y estar completamente informadas sobre las consecuencias del acto, pero la decisión debía pertenecerles a ellas, a ellas nada más. Para ilustrar el debate llevé a cabo una serie de consultas, entre otros con Planificación Familiar y con personalidades como Gisèle Halimi, quien desde hacía años era una de las militantes más convencidas por la liberalización del aborto. Fue ella quien, en una histórica audiencia de 1972, obtuvo la absolución de una menor violada que había sido juzgada por haber abortado. Obviamente también consulté con muchos ginecólogos, y me sorprendió descubrir que las opiniones estaban muy divididas y que muy pocos eran favorables a una ley. Por suerte las cosas evolucionaron. Cuando los jóvenes residentes, que se habían sentido impotentes frente al drama de muchas mujeres, se volvieron profesores, la mirada de la profesión cambió. Hoy no es habitual encontrar ginecólogos abiertamente hostiles a la interrupción del embarazo. Por el contrario, los médicos generales estaban mayoritariamente a favor de la ley. Más allá de cuáles puedan haber sido sus convicciones, estaban horrorizados por los estragos que causaban los abortos salvajes en las franjas populares. Se necesitaba que la ley protegiese a esas mujeres. A las ricas, si se les puede llamar así, les era más fácil, abortaban de manera clandestina en el extranjero, en Inglaterra o en los Países Bajos. Estos médicos sabían, además, que muchas mujeres recurrían al aborto, incluso entre las familias católicas, y que había que legislar en ese campo para terminar con la hipocresía. No encontré una resistencia que pareciera insuperable por parte de las autoridades religiosas. Ellos conocían mi determinación y yo ignoraba su oposición de principios. El margen para maniobrar era limitado, pero estaba bien marcado: había que hacer concesiones y negociar sin ofender las conciencias. Paradójicamente, los integristas nos facilitaron la tarea. La campaña “Déjenlos vivir” –que había comenzado un año antes, cuando Jean Taittinger presentó su proyecto– rebrotó con fuerza, incluso antes de que nadie supiese lo que contenía el texto de la ley. Todos tuvimos claro rápidamente que esta campaña, alimentada con escándalos y provocaciones, era sobre todo llevada a cabo por gente de extrema derecha, de la que los representantes de las diferentes religiones buscaban diferenciarse. Con la Iglesia católica las cosas transcurrieron mejor de lo que esperaba.  

[…] 

El texto del proyecto de ley, redactado con rapidez, fue presentado en la Asamblea Nacional para ser examinado por una comisión. Ahí empezaron las verdaderas dificultades. Se desató una parte de la opinión pública, muy minoritaria, pero de una eficacia temible. Recibí miles de cartas con un contenido espantoso, inaudito. La mayoría provenía de una extrema derecha católica y antisemita que me costaba concebir que siguiese tan presente y activa en el país, treinta años después del final de la guerra. Cada tanto me llegaba también alguna carta que, con un tono respetuoso, me transmitía el desconcierto de su autor: “No entiendo cómo usted, justamente con su trayectoria, asume este rol”. Estas últimas provenían en general de mujeres alejadas de la realidad, y aunque su contenido no fuese particularmente antipático, daba una idea de cuán grandes era los desfasajes psicológicos en el seno de la opinión. De hecho, me arrepiento de que todo este correo, en especial las cartas más agresivas, haya desaparecido. Mis asistentes, escandalizados, rompían las peores. Fue un error; hay que conservar este tipo de testimonios para mostrar de qué son capaces algunas personas, para recordar a los espíritus cándidos que las reformas de la sociedad siempre se consiguen con dolor.  

[…] 

Pero, cuanto más nos acercábamos a la fecha del debate, los ataques se volvían cada vez más virulentos. Varios días, al salir de mi casa, vi esvásticas pintadas en las paredes de mi edificio. Un par de veces fui insultada en la calle. Delante de la Asamblea Nacional, grupos de mujeres gritaban las peores cosas. Tenía miedo de que estas manifestaciones terminaran por descontrolarse. Para la misma época, en Estados Unidos, unos médicos habían sido asesinados por haber realizado abortos. La situación en Francia parecía, pese a todo, menos explosiva. Y, además, ningún ataque me llegaba porque estaba muy segura de lo que hacía. Sabía hacia dónde iba. ¿Fue acaso el hecho de no ser creyente lo que me ayudó? No creo. Giscard era de crianza y práctica católicas, y eso no le impidió querer esta reforma con todas sus fuerzas 

[…] 

También me vienen otros recuerdos, como aquellos golpes de cansancio repentinos cuando, sentada en el banco de los ministros, pensaba que nunca alcanzaríamos la mayoría. Pero también mi determinación cuando subí a la tribuna para tratar de convencer a los diputados, las palabras de aliento de los unos, las miradas huidizas de los otros... A menudo, en los textos legislativos, un artículo resulta la piedra angular del conjunto. Es el que todo el mundo espera. En el caso de esta ley era, obviamente, el artículo que especificaba cuáles eran las condiciones a las que estaba sometida la práctica de la interrupción del embarazo.  

[…] 

Finalmente la ley fue aprobada en la noche del 29 de noviembre, por 284 votos contra 189, con una leve mayoría de votos de derecha, completada por la totalidad de votos de la izquierda. La victoria era finalmente más amplia de lo que habíamos imaginado y esperado. La actitud de algunos católicos había sido clave.  

[…] 

Quince días más tarde, el texto fue aprobado en el Senado prácticamente en los mismos términos. Esperábamos una confrontación más dura. Pero Giscard había disipado mis temores: “Teniendo en cuenta que el Senado en general es más conservador, sobre todo con este tipo de cuestiones, la ley no va a pasar. No importa; la volveremos a presentar para una segunda lectura en la Asamblea Nacional, para que sea finalmente adoptada”. Pero, para nuestra sorpresa, el texto fue aprobado con facilidad en el Senado, quizá bajo la presión de la opinión pública, que ya había aceptado la reforma.  

[…] 

En los meses y años siguientes, me acostumbré a escuchar decir a los hombres que me cruzaba por aquí y por allá: “Mi mujer la admira tanto”. No era difícil elucidar el sentido profundo de estas palabras: mi mujer la admira, yo no.”  

Veil, Simone (2010). Una vida. Buenos Aires: Capital Intelectual S.A., pp71-77. 

Información de la obra y contexto de creación

Se trata de una obra autobiográfica, escrita durante sus últimos años de vida, en la que Veil describe con detalle todos los periodos de su trayectoria vital, haciendo hincapié en el trágico episodio de la invasión nazi de Francia. A partir de esos acontecimientos, la autora va desgranando todas las dificultades a las que debió enfrentarse para alcanzar el reconocimiento social y político, que la llevó a ser una de las ministras más relevantes de aquellos años. 

Otras intelectuales coetáneas que podemos poner en relación por contexto e intereses son:  

  • Louise Weiss: periodista, escritora, feminista y política francesa. 
  • Irène Némirovsky: escritora nacida en Ucrania que vivió en Francia desde su juventud. Fue deportada bajo leyes raciales por su origen judío, aunque se había convertido al catolicismo en 1939. Murió en el campo de exterminio de Auschwitz. Muy conocida por su obra inconclusa Suite francesa, en la que narra la vida en Francia durante la invasión y Ocupación del ejército nazi. 
  • Gisèle Halimi: fue una abogada feminista, activista y ensayista franco-tunecina. Luchó a favor del derecho al aborto y por la criminalización de la violación. 
  • Marie Andrée WeilHallé: ginecóloga, fundadora del movimiento “Maternidad feliz” en 1956, que más tarde se convirtió en el movimiento francés de planificación familiar. Posteriormente, cuando la ley de acceso a la anticoncepción en Francia estaba a punto de ser modificada, abandonó este movimiento debido a su desacuerdo con la línea general en cuestiones de educación anticonceptiva o legalización del aborto. 
  • “Manifiesto de las 343” publicado el 5 de abril de 1971 por el Nouvel Observateur, en el que 343 mujeres, entre las que se encontraban Simone de Beauvoir, Françoise Sagan, Marguerite Duras, Catherine Deneuve, Delphine Seyrig, afirmaban que habían abortado. 
  • Hannah Arendt: filósofa y teórica política alemana, posteriormente nacionalizada estadounidense, de religión judía. Su libro Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal fue su obra más polémica y conocida. Veil se refiere a ella en su autobiografía en estos términos: “Del mismo modo que no comparto los juicios negativos sobre el silencio culpable de los aliados, tampoco estoy de acuerdo con el masoquismo de los intelectuales como Hannah Arendt sobre la responsabilidad colectiva y la banalidad del mal” 

Indicaciones

  • Este texto podría ser adecuado para la asignatura de Valores éticos de 3º y 4º ESO, especialmente en La comprensión, el respeto y la igualdad. Igualmente, podría tratarse en la asignatura de Historia para desarrollar el tema sobre la Segunda Guerra mundial y las víctimas del holocausto. 
  • Historia 

Documentos

Esta ficha no tiene documentos anexos