“La mayor parte de los obreros carecen de vestidos, de cama, de muebles, de fuego, de alimentos sanos ¡y a menudo incluso de papas! Son encerrados doce a catorce horas por día en salas bajas, donde se aspira con un aire viciado, las hebras de algodón, de lana, de lino; las partículas de cobre, de plomo, de fierro, etc., y pasan frecuentemente de una alimentación insuficiente al exceso de la bebida. Casi todos aquellos infelices son endebles, raquíticos, lacerados; tienen el cuerpo flaco, hundido, los miembros débiles, el semblante pálido, los ojos muertos; se les creería a todos afectados del pecho. No sé si es necesario atribuir a la irritación de una fatiga permanente, o a la sombría desesperación de la cual su alma es presa, la expresión de su fisonomía, penosa de ver, que es casi general en todos los obreros. Es difícil encontrar su punto visual, todos tienen constantemente los ojos bajos y no os miran sino a hurtadillas, al echar disimuladamente una mirada de costado; lo cual da algo de bruto, de bestia y de horriblemente perverso a esas figuras frías, impasibles y a las que envuelve una profunda tristeza. No se escucha en las fábricas inglesas como en las nuestras los cantos, las charlas y las risas. El amo no desea que un recuerdo de su existencia venga a distraer un minuto de su tarea a sus obreros; exige silencio y reina un silencio de muerte. ¡Cómo da el hambre del obrero, poder a la palabra del amo! No existe entre el obrero y los jefes del establecimiento ninguna de aquellas relaciones de familiaridad, de cortesía, de interés, como se ve entre nosotros y que amodorran, en el corazón del pobre, los sentimientos de odio, de envidia, que el desdén, la dureza, la existencia y el lujo del rico hacen nacer. No se escucha jamás en los talleres ingleses decir el amo al obrero: «Buenos días, compadre Bautista, y bien ¿cómo está vuestra pobre mujer, y el niño? ¡Vamos, tanto mejor! Esperemos que la madre se restablezca pronto. Dile que venga a verme apenas pueda salir». Un amo creería envilecerse de hablar así a sus obreros. En todo jefe de manufactura, el obrero ve a un hombre que puede hacerlo expulsar del taller donde trabaja, y así aunque salude servilmente a los fabricantes que encuentra, aquellos creerían su honor comprometido si devolvieran el saludo.
La esclavitud no es a mis ojos el más grande de los infortunios humanos desde que conozco al proletariado inglés. El esclavo está seguro de su pan para toda su vida y de cuidados, cuando cae enfermo; mientras que no existe ningún vínculo entre el obrero y el amo inglés. Si no tienen obra por entregar, el obrero muere de hambre; si está enfermo sucumbe sobre la paja de su pobre lecho, a menos que cerca ya de morir sea recibido en un hospital: porque es un favor el ser admitido ahí. Si envejece, si como consecuencia de un accidente es estropeado, se le regresa y mendiga a escondidas por miedo de ser detenido. Esta posición es tan horrible que, para soportarla, es preciso suponer en el obrero un coraje sobrehumano o una apatía completa.
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Así la vida de los hombres tiene precio de dinero; ¡y, aunque la tarea exigida debe hacerles morir, el industrial se niega a aumentarles los salarios! ¡Pero si es todavía peor que la trata de negros! ¡Por encima de esta enorme monstruosidad no veo sino la antropofagia! Los propietarios de las fábricas, de las manufacturas pueden, sin ser impedidos por la ley, disponer de la juventud, de la fuerza de centenas de hombres, comprar su existencia y sacrificarla, a fin de ganar dinero haciendo un promedio de siete a ocho chelines por día como salario (ocho trancos, setenta y cinco a diez francos).”
Flora Tristán (2014) Paseos por Londres. GLOBAL RYTHM, Barcelona. (Capítulo VII. “Los obreros de las fábricas”)
https://biblioteca.org.ar/libros/89975.pdf (consultada: 12/1/2022)